Cuando Dios creó al hombre (Adán y Eva), los creó hermosos y perfectos, resplandecientes y jóvenes, con el resplandor púrpura de su naturaleza real. Bellos y hermosos en su inocencia, Dios se sentía satisfecho y gozoso de mostrar a la creación su obra maestra, el hombre (varón y hembra los creó), en su perfección y hermosura. Dios creó al hombre por amor, y su obra fue hecha con amor, en ellos se plasmó su amor y dedicación, en su corazón estaba compartir con ellos por la eternidad. Con un llamado real fueron creados, para reinar las obras del Creador. Había un orden perfecto entre ellos (Adán y Eva), llamados a ser uno, cabeza y cuerpo; fuerza y delicadeza, mando y obediencia, protector y protegida; compañeros en un camino abierto por Dios para ellos, libres de elegir, la vida o la muerte; el bien o el mal, la prosperidad o escases, el cielo o el abismo. Todo estaba puesto delante de ellos, y como niños en su inocencia, cayeron ante el engaño del enemigo; creyeron su mentira, desechando la verdad de Dios.
Gran dolor hubo en el PADRE de perder al hombre, gran dolor por su inmenso amor por ellos, gran dolor por verlos partir del paraíso, de su cercanía y comunión. La obra maestra estaba manchada, había sido estropeada por el enemigo, sembrando en ella su naturaleza caída, es decir, el pecado, el error y la muerte. El hombre llegaría a tener mayor comunión con el enemigo, que con quien lo creó por amor, con un propósito grandioso. Se hacía cada vez más imagen de los animales, que de su Creador. Su resplandor de reinado ya no estaba, su nueva naturaleza ya no asemejaba a la de un rey, sino a la de un esclavo, sometido y oprimido bajo todo aquello a lo cual, él debía gobernar. Ya no reinaba, sino que era reinado por aquello que lo destruía, empobrecía y era llevado a muerte. Su hermosura ya no estaba, su perfección perdida, su comunión cortada, su unión en pareja trastocada, y su propósito inalcanzable por sus medios. Su vida terminaría, en el polvo de la tierra (de donde fue tomado), una vida sin mayor sentido que la hierba del campo. Gran dolor del Padre por ver al hombre partir, gran dolor por no tener esa comunión intima con él, gran dolor de ver al enemigo destruir su obra de amor, su culminación en la creación, el hombre. En el corazón del Padre estaba rescatar al hombre, estaba el volverlo hacia él. Su amor por el hombre no cesaba, a pesar del pecado en el hombre, a pesar que el hombre lo negaba, a pesar de ser blasfemado por él. Su continuo amor por el hombre, lo hizo enviar su Hijo como salvador de lo perdido, para recuperar al hombre de las garras de Satanás, del pecado y de la muerte. El hombre necesitaba un salvador, que arriesgase su vida por ellos, y pueda ir a buscarlos, a las bajezas del mundo, donde estaba perdido el hombre. Se necesitaba un valiente, uno que diera su vida, por dar alegría al corazón del Padre, por lo que había perdido, por rescatar al hombre. Este enviado, debía despojarse de su naturaleza divina, de su naturaleza eterna, de su naturaleza real; debía dejar la hermosura de su perfección, y su poder absoluto y su gloria; y entrar en el territorio del enemigo, en semejanza a un simple mortal; sin hermosuras exteriores, sino como el más común de los hombres sobre la tierra, debía hacerse como los hombres caídos, pero sin mancha ni pecado. Se hizo como nosotros, se nos igualó, pero sin lo que el enemigo había sembrado en el hombre para destruirlo, es decir, sin pecado. Aquel valiente, no fue recibido por el mundo; sino que debió huir desde sus inicios del enemigo en su territorio usurpado, quien tenía tomado el control del mundo. Sin gloria, sin hermosura exterior, sin riquezas, sin educación de nobles, sin posesiones terrenas, sin ejércitos y sin poder mundano, sólo debía avanzar en territorio enemigo, hasta cumplir la misión (aunque no estaba sólo, sino en perfecta comunión con el Padre, que lo envió). Despreciado, mal entendido, cargando con todos nosotros, obedeció a su misión por amor. Cumplió su propósito y el del Padre, y rompió nuestras cadenas, abrió caminos en el mar, estableció puentes en el abismo, alzo escaleras para el cielo, es decir, por medio de su carne abrió un camino que era imposible para el hombre, un camino de regreso al Padre. Y hoy podemos huir del tirano que nos apresa, del pecado que nos asedia y de la muerte que nos quisiera capturar. Nos hace caminar sobre las aguas del mundo, en su nombre; y nos ha abierto un camino perfecto de regreso a nuestro amado Creador, que nos espera como Padre, con los brazos abiertos, después de tanta espera por nosotros. Gloria al valiente, gloria al que despreció su vida por nosotros, gloria eterna porque es digno de todo honor, gloria y majestad. Porque vino al mundo a rescatar lo perdido, a buscar lo extraviado, a sacar de la muerte nuestras almas. Sin hermosura caminó entre nosotros, sin ejércitos, sin riquezas, sin gloria y honor; más él siendo el resplandor de la gloria y el poder del Creador.
Corramos todos en este nuevo camino abierto por precio de sangre, abierto en la agonía del valiente, abierto por amor del Padre, camino precioso y hermoso, de celestial destino, camino a la vida, camino a la eterna felicidad. Recuperamos el resplandor púrpura de nuestra naturaleza perdida, para que podamos gobernar con nuestro Señor todas las cosas. Recuperemos la perfección perdida y la hermosura del principio, recuperemos cada día más nuestra comunión con el Padre, en el gozo de su intimidad. Hoy no hay excusas, el camino está abierto, y su costo fue la sangre preciosa, la carne perfecta, del Divino que se hizo hombre, por todos nosotros. Todos juntos corramos, cruzando mares, cruzando ríos, aplastando ejércitos enemigos; nada hay que pueda detenernos hoy, del propósito del que dio su vida por nosotros. Huyan los montes, huyan los mares, huyan las huestes celestiales de maldad; ya que caminamos en vida, en luz y en poder de Dios, que es en su Amado y poderoso Hijo, nuestro Señor. Nada hay que nos pueda detener en Cristo, nada hay que nos pueda apartar de este hermoso camino; si permanecemos en aquel, cuya vida dio por nosotros. No apreciemos más lo que nos apresaba y sometía, despojémonos de ello completamente, del pecado que nos quisiera nuevamente esclavizar. Botemos todas nuestras cargas y afanes, que el mundo nos ofrece; queriendo el enemigo apartarnos de nuestro bendito Camino; volemos como las aves, a la eterna libertad en Cristo; somos invencibles en su gracia. Amén.